El espejo no engaña, los años no han pasado en vano, lo noto en la mirada, en está mirada tan vacia y sin fe. Mi cuerpo aun se ve joven, pero por dentro ha comenzado a secarse como aquella acuarela que tanto apreciaba en mi niñez.
Son las tres de la mañana, la rutina de siempre, abro la ventana, cierro los ojos, intento sentir el aire fluir en mi, tomo la misma posición de todas las noches, la flor de loto, me acomodo frente al espejo y comienzo a torturarme lenta y dolorosamente.
Es un castigo mental no físico, desde joven lo comencé a experimentar, me levanto, me veo y ahí estoy, totalmente desnudo ante mí, sin poder esconderme.
Es un enfrentamiento tal, que termino dudando quien de los dos es el que vive encerrado en cada uno. Es mi infierno y mi paraíso al mismo tiempo. Es está hora donde los demonios mis demonios se enfrentan directo conmigo intentando sonsacar ese lado débil y generoso que intento mantener a flote.
A veces me dejo llevar hasta tal punto que creo reventar de ira, de cansancio, de odio, y cuando fijo más profundamente la vista pareciera que el cuerpo comenzara a transformarse a desfigurarse; la carne cae en pedazos, las ilusiones, la vida.
No creo en el cielo ni el infierno como tal, no de esa manera que muchas religiones lo dibujan. Mi paraíso es ese vaso de whisky que saboreo lentamente por las tardes mientras observo pasar la vida. Mi infierno al contrario es esto, contemplarme todas las noches al desnudo frente a este espejo viendo pasar la vida en mi.
Insomnio, gloria o pesadumbre, y aunque he aprendido a cargar con esto, solo espero que aquel que veo en el reflejo un día se apiade de mi y me de otro minuto más de este maldito y bendito insomnio para que pueda disfrutar un momento más el ver pasar la vida en mi.
