Los días pasan y Luis ha comenzado a entrar en pánico, su desesperación es tal, que no ha logrado conciliar el sueño desde hace tres días. Las horas del día las pasa yendo de la puerta principal de su casa a su sofá. Su ritual de espera comienza, él parado detrás de las cortinas de la ventana principal, cree que así nadie sospecha de él, ni de lo que espera y mucho menos de lo que busca tan ansiosamente, es como estar en modo incognito. Cuando no ve acción alguna, cambia de posición y se dirige a la mirilla de la puerta. Ahí pasa horas mirando, hasta ya aprendió a no parpadear por minutos, no vaya a hacer que en un pestañeo se pierda algo importante, y como esto ya lo vivió, no quiere volver a experimentarlo, “Luis se transforma en el peor de los monstruos”, es que no tener el control lo destruye completamente.
Si a la mitad de la tarde no ha visto algún movimiento, decide abrir la puerta, pero la abre con tal lentitud, que parece que el tiempo se detuviera. Se queda parado ahí, su mirada perdida no pierde el punto importante. A veces cree, que, si mira tan detenidamente, podria hacer aparecer por arte de magia lo que tanto anhela ver. Si llega la noche y aún no ha pasado nada interesante, se va resignado a sentarse a su sofá, un sofá de color verde, que apenas si se distingue entre tantas cosas, su color es de esos verdes que si lo ves fijamente parece café. En su tiempo era muy cómodo, ahora parece que fuera algo menos que un sillón. Su color actual parece sacado de un fango; auqnue no se si en realidad exista ese color; el sofá luce tan desgastado que se camuflajea muy bien con el aspecto actual de Luis.
Si uno se acerca y ve con una gran profundidad, verá que debajo de esa piel sucia, desgastada, cansada y debajo de ese pelaje que hace mucho no se recorta, está el verdadero Luis, un hombre con facciones bien macizas, guapo, varonil, determinado, y orgulloso. Vive actualmente en su propia casa, está a unos años de terminar de pagarla. Está casado, su hermosa mujer ganó varios certámenes de belleza, ama de casa y acostumbrada a miles de caprichos, mimada y ama las cosas materiales. Tiene con ella un hijo, un niño de ocho años, un pequeño enclenque, enfermizo y miedoso.
En cuanto recibe su paquete y se va esa sensación química del disfrute, su cabeza comienza a dictarle que nuevamente necesita tener algo, eso que lo mantiene feliz, así que Luis busca desesperadamente en periódicos, internet, televisión, etc. esa nueva adquisición que le proveerá de ese éxtasis que su cuerpo le reclama a diario.
Ya casi no hay espacio libre en casa. Su familia ya ha soportado demasiadas cosas y situaciones e intentan mantener la calma. Han pedido ayuda, pero él no lo acepta, —No tengo ningún problema—, termina diciendo. Están hartos de su comportamiento, le han tenido que comprar hasta pañales, para cuando él está en espera del paquete, así no tiene por qué dejar sola la puerta; le dan de comer cuando él lo pide y de la forma en que lo exige. Le dan silencio, no lo molestan por pequeñeces. Pero a estas alturas ellos se preguntan: ¿Quien dará dinero para las joyas? Y ¿Quién mantendrá las carísimas consultas con especialistas de su enfermizo hijo?
Luis actualmente solo es bueno para pedir lo mismo, que lo comprendan y que le den ese maldito silencio que tanta ansia. Ese silencio que le emociona tanto, porque sabe que en cualquier momento ese silencio cambiara a un ruido, un ruido tan satisfactorio, es tal satisfacción que lo lleva a un orgasmo que ni el mejor sexo lo ha hecho sentir, y él sabe de orgasmos, porque, aunque es casado nunca ha logrado ser fiel en sus relaciones, solo ha sido fiel a sus creencias y adicciones.
Sigue parado en la puerta. Se recrimina casi a diario del porque hace esto. Esa rutina que lo está llevando a la perdición. Pero, esa espera de escuchar ese ruido del motor que hace el camión cada que va acercándose a su casa, esa sensación de adrenalina de ver como baja el señor y comienza a buscar en la parte trasera del camión su paquete, la forma en cómo le entrega el paquete en sus manos o de verlo lo recargado en la puerta de la casa y después entrar a casa, sentarse en el sofá, oler profundamente el plástico o la caja del paquete, escuchar el sonido que produce al abrir ese nuevo paquete, y sentir esa sensación de poder, y no de vació, entonces recae del porqué de este ritual, pero sabe que si vale cada segundo de esa espera.
No ha perdido su casa o algo más, porque su esposa ha escondido las tarjetas de crédito, le ha cancelado el teléfono y el internet. Su humor cada vez está peor, parece que se está transformando en un monstruo. Necesita que llegue algo a su casa, necesita abrir más paquetes. Su familia le ha dado un ultimátum, pero su adicción es más fuerte que su convicción.
Nadie entiende ese placer que esto le ofrece, o al menos en estos momentos su mente y cabeza es lo que necesitan. Es un adicto compulsivo.
Así como lo poco que le dura esa sensación de gozo, al abrir un paquete, así de rápido se esfumo su familia. El sonido del reclamo y sollozo desapareció, su familia lo ha dejado. Sabe muy bien lo que ha perdido.
Esta tarde llega lo que parece ser el último paquete. Ha jurado que no volverá a gastar en cosas. Luis ha perdido casi todo, está dispuesto a cambiar y no quiere perder lo que le queda: su casa, su único refugio. Ese último paquete, lo espera con ansias.
Ha llegado el repartidor, es un paquete muy grande. Apenas entro por la puerta principal. Se ha despedido de su gran amigo. Agarro sus tijeras y comenzó a romper la caja. Esa sensación de éxtasis ahora era mayor, ese paquete era su redención: una televisión. Esa nueva sensación era mayor a la que antes había experimentado. Sus ojos no podían creerlo, su cuerpo lo sentía. Comenzó a acariciar la televisión de una manera que parecia que está fuera un cuerpo femenino. Esa sensación al tocarla, verla. Tomo el control remoto entre sus manos, que impresión.
Ahora está sentado en su viejo sofá, por fin se ha rasurado, parece un nuevo Luis, su adicción la ha dejado atrás. Su mirada ya no denota aburrimiento, su mirada muestra gozo, felicidad, adrenalina, se ha tornado como loco, como un niño con muchas golosinas. Está disfrutando de ese último paquete. Él ahora tiene una nueva diversión, su nueva droga.
Si intentas ver a Luis, parece que se ha convertido en parte de la decoración de la casa, casi no se ha movido de ese sofá muido. El televisor no se ha apagado ni por un segundo. Luis lleva una semana sin dormir. La nueva programación de la televisión es lo único que logra crearle ese efecto de placer…
Y su ritual comienza nuevamente… Toma el control, mueve su índice sobre las teclas, las acaricia lentamente, su mirada está en el punto exacto, tarda en decidir que ver, el tiempo parece que se detuviera…